Es un dato ya
conocido el que las mujeres son las primeras víctimas en cualquier guerra. Tomadas
como botín, como esclavas domésticas y sexuales, su dignidad y seguridad
desaparece, y que decir de sus derechos como seres humanos. Esto ha pasado, y
sigue pasando, en cada guerra de la que se tenga registro. Más allá del tiempo
y del contexto, la crueldad humana -exacerbada en tiempos de guerra- se ha ensañado
especialmente con las mujeres.
La película “Las
inocentes” se basa en hechos reales y nos instala en 1945, en un convento cerca
de Varsovia, en donde un grupo de monjas se encuentran embarazadas luego de las
continuas arremetidas de soldados del ejército rojo. Ante la vergüenza y la
posibilidad de rechazo, las religiosas intentan mantener el hecho en secreto
hasta que el riesgo de vida de una de ellas obliga a pedir ayuda a una joven
francesa de la Cruz Roja, que se encuentra en la zona como parte del equipo
médico que busca repatriar a los heridos franceses desde Polonia.
La relación
entre esta tenaz e idealista simpatizante comunista y las monjas es uno de los
ejes centrales del filme. Se trata del encuentro entre la necesidad de hacer
algo entre tanta brutalidad y la crisis de fe de aquellas mujeres que no
entienden cómo el Dios en que creen permitió que fueran víctimas de una
violencia que hoy les impone vida contra su voluntad y sus votos.
La realizadora Anne
Fontaine tiene más de una docena de largometrajes bajo su dirección y en varios
de ellos se ha adentrado en conflictos morales de una profundidad que pone a
prueba la relación entre lo que la sociedad considera aceptable y la realidad
de sus protagonistas. La inquietante “Natalie X” -que luego tuvo su versión
hollywoodense con Julianne Moore y Liam Neeson- y la excelente “Adore” -basada
en una novela de Doris Lessing y que contó con las actuaciones de Robin Wright
y Naomi Watts- son dos buenos ejemplo de ello. En estas películas el deseo y la
culpa se transforma en el motor de los personajes desordenando los límites de
las vidas “perfectas” que habían construido. En “Las inocentes” también existe
una idealización de la vida que se tenían antes de que irrumpiera el deseo - en
este caso el deseo de otros, impuesto de la manera más salvaje- y una certeza
de que a partir de entonces nada podrá volver a ser igual, porque más allá de
la maternidad impuesta, lo que les sucede a las religiosas es un
cuestionamiento de la fe en que basan su identidad. En contraposición a los soldados
rusos que buscaban no solo saciar su hambre sexual, sino imponer su poder; el
deseo de estas mujeres estaba movilizado hacia la paz y tranquilidad que les había
brindado la vida monástica. Las certezas de la religión y la esperanza de la fe
es lo que hacía de sus vidas algo valioso y -en un mundo en donde ese tipo de habitar
está tan desacreditado- puede resultar enriquecedor ponerse, por un momento, en
la mirada de esas mujeres tan distintas.
Por otro lado,
Mathilde, la joven estudiante de medicina francesa, es un tipo femenino que aún
es raro ver en pantalla. Es una mujer con ideales propios y con muchas dudas, pero
que no puede quedarse impávida ante la necesidad con la que se topa. Es un
personaje que no está movilizado por el amor romántico, sino que por la certeza
de que debe hacer lo que puede hacer. El encuentro entre estas dos maneras de
ver el mundo y los lazos que se generan entre ellas en un contexto de tanta
adversidad permite repensar ese concepto de la “sororidad” -mujeres que se
tratan como hermanas- tan necesario en estos tiempos.
Fontaine nos
entrega una película dura pero filmada con delicadeza y eficiencia. Los fríos
entornos y la austeridad del convento son cómplices para dar cuenta de la
rigidez de la vida monástica y la hostilidad de los tiempos que rodean a los
personajes. “Las inocentes” nos permite reconocer algunos de los oscuros hechos
que rodean cada guerra, pero también puede ayudarnos a re pensar la manera en
que, mirándonos a los ojos, podemos sobrellevar la oscuridad.
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